Hoy he quedado por la tarde con unas amigas para cocinar y charlar. Tengo también un poquitín de trabajo y eso no me da mucha flexibilidad para darme una escapadita del trabajo y salir a correr por la tarde; así que tuve que abandonar mis cómodas y abrigadoras sábanas por la mañana antes de lo usual para salir a correr.
Aunque mi principal razón para no salir a correr en Berlín por las mañanas no es el frío; que al fin y al cabo es muy similar al de las tardes o noches. Sino más bien el ruido de coches y el aire pesado. En el parque hay muchísimos corredores, más que por las tardes y eso me da gusto. Incluso a veces hago una que otra travesura: voy al ritmo de un corredor unos minutos (lo cual irrita a cualquiera) hasta que siento que incomodo a la persona. No lo hago tan seguido, lo prometo.
Me ha costado bastante llegar a la media hora, todo el tiempo he sentido que no me iban a salir las cosas, que iba llegar tardísimo al trabajo, que ni tiempo me iba a dar de ducharme. Pero una vez alcanzados los 30 minutos, me dije: no puedes parar ahora. Mejor hasta los 50.
Dicho y hecho.
Hoy vengo con una sonrisa de oreja a oreja y nadie se da cuenta de nada. Son las nueve de la mañana y nadie percibe que todavía me siento tan bien por haber corrido: con los músculos relajados, llena de energía, la mente muy receptiva...
Me siento como Sabines en uno de sus poemas, “El peatón” (donde dice poeta, entiéndase en mi caso, corredora principiante. Y donde dice Jaime Sabines sustitúyase por “Mex_30”):
El peatón
Se dice, se rumora, afirman en los salones, en las fiestas, alguien o algunos enterados, que Jaime Sabines es un gran poeta. O cuando menos un buen poeta. O un poeta decente, valioso. O simplemente, pero realmente, un poeta.
Le llega la noticia a Jaime y éste se alegra: ¡qué maravilla! ¡Soy un poeta! ¡Soy un poeta importante! ¡Soy un gran poeta!
Convencido, sale a la calle, o llega a la casa, convencido. Pero en la calle nadie, y en la casa menos: nadie se da cuenta de que es un poeta. ¿Por qué los poetas no tienen una estrella en la frente, o un resplandor visible, o un rayo que les salga de las orejas?
¡Dios mío!, dice Jaime. Tengo que ser papá o marido, o trabajar en la fábrica como otro cualquiera, o andar, como cualquiera, de peatón.
¡Eso es!, dice Jaime. No soy un poeta: soy un peatón.
Y esta vez se queda echado en la cama con una alegría dulce y tranquila.
Se dice, se rumora, afirman en los salones, en las fiestas, alguien o algunos enterados, que Jaime Sabines es un gran poeta. O cuando menos un buen poeta. O un poeta decente, valioso. O simplemente, pero realmente, un poeta.
Le llega la noticia a Jaime y éste se alegra: ¡qué maravilla! ¡Soy un poeta! ¡Soy un poeta importante! ¡Soy un gran poeta!
Convencido, sale a la calle, o llega a la casa, convencido. Pero en la calle nadie, y en la casa menos: nadie se da cuenta de que es un poeta. ¿Por qué los poetas no tienen una estrella en la frente, o un resplandor visible, o un rayo que les salga de las orejas?
¡Dios mío!, dice Jaime. Tengo que ser papá o marido, o trabajar en la fábrica como otro cualquiera, o andar, como cualquiera, de peatón.
¡Eso es!, dice Jaime. No soy un poeta: soy un peatón.
Y esta vez se queda echado en la cama con una alegría dulce y tranquila.
Jaime Sabines
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