domingo, 3 de febrero de 2013

Como novia de pueblo


Del dolor se aprende. Y esto no es una declaración masoquista.

Hoy por primera vez después del maratón del 2012, regresando a las unidades de más allá de los 20 km. Recuerdo perfectamente mi primera vez de 21 km como una experiencia de puro dolor y posiblemente la peor que he tenido. Los músculos se me hicieron tan cortos que para avanzar un metro necesitaba dar varios pasitos. Llegué prácticamente a las escaleras del edificio sintiendo leves cuchilladas en los muslos. Subí ayudándome mucho con los brazos. Y no conseguí sentarme, no conseguí ponerme realmente de pie. Parecía una anciana con músculos de piedra. Y yo pensé que el dolor se iría pronto, caminé y me tranquilicé. Pero nada, el dolor seguía allí super latente. Bonita forma de conocer la forma cristalizada del señor ácido láctico.

Tuve que darme una ducha con agua muy caliente y luego fría hasta descubrir que podía bajarme el dolor. Recuerdo la constancia del dolor. Para mí era totalmente nueva, claro, cuando me he lastimado escalando o corriendo, por ejemplo el tobillo, existe un malestar, un dolor, y aunque sea muy fuerte "sube y baja". Pero esto no. Este llegó y no pasaba nada. Puede sonar masoquista, pero me alegro de haber conocido esta forma de dolor. Hoy, que he salido a correr 22 kilómetros y que no estaba realmente segura si atravesaría por lo mismo, al menos ya sabía que el final podía llegar a ser muy, muy doloroso. Sin embargo, todo cambiaba, porque yo tenía la certeza de saber cómo era ese dolor. No fue así. Esa sensación no se repitió.

¿Por qué a ninguna religión se le ha ocurrido como forma de introspección enviar a correr más de 20 km a sus fieles?

Esos 22 kilómetros que me sacaron dos ampollas me recordaron tantas cosas, pasé por el bosque, después me acerqué a un lago, le di la vuelta. Tenía varios bloques de hielo y la gente que daba un paseo por allí se retorcía de frío, así que me pareció una descortesía quitarme frente a ellos el gorro y continuar mi camino. :-)

Me gusta correr entre 5 y 10 kilómetros. Me fascina. Me tranquiliza -y estos días vaya que he necesitado ese espacio conmigo misma-. Pero correr más allá -lo siento, suena extremadamente cursi- es realmente algo más que "correr". Es ya meditar, es casi un estado espiritual. Al menos lo es en mi caso. Dejo de verme y veo a los demás, dejo de pensar y seguir desenredando las preguntas de la semana. La gente de las calles, los árboles, el tiempo, el viento se hacen presentes y yo los observo. Así. Sin intermediarios y a veces está bien no verse. Desaparecer y dejar de pensar y sólo ver. Y en veinte kilómetros se puede ver tanto y hacer -sin querer- tanto. Y cuando uno está ya enfriando los músculos y estirando, se da cuenta de que la pregunta que estaba por allí más o menos ignorada en todo el trayecto se resolvió solita y ya no hay conflicto. Todo parece tan claro entonces.

Ayer antes de dormir, tenía cierto nerviosismo: quedarme dormida. No salir a tiempo. No terminar. No conseguir motivación. Hoy antes de salir, una sonrisota se me plantó en el rostro: hoy es el día. Y ni este día  nublado, ni la temperatura cambiaron ese hecho: me sentía como una novia de pueblo que espera al novio impaciente en la sala. Y cuenta los minutos, y se ajusta cuidadosa la ropa y el peinado. Y mira con temor el reloj pensando que ha olvidado algo importante. Ay, sí. Como una novia de pueblo me sentí.


Suaves ritmos brasileños me acompañaron los últimos cinco kilómetros y fueron responsables que me haya vuelto "la loca que corre"... Y se pone a tararear canciones tropicales... a cuatro grados sin importar que la gente se la quede mirando. He dicho. :-)

Fora da ordem