lunes, 4 de noviembre de 2019

Crónicas cotidianas: Lunes



En el comedor se escuchan las preguntas de siempre: ¿qué tal el fin de semana?, ¿qué hiciste con tus hijos? ¿Alguien fue al cine? ¿Qué recomiendan?

Por alguna extraña razón nadie responde. Paseamos las lentejas negras de un lado a otro en nuestros platos porque no sabemos bien a bien si combinan con el arroz.

Se intenta cambiar el rumbo de la conversa que es prácticamente inexistente. Pero tampoco funciona nada. Ruidos de cubiertos. Silencio.

Me acuerdo que hoy es lunes y eso lo explica todo. ¿Para qué cambiar la naturaleza de un día?

Por fortuna, me he traído la ropa de correr. Tengo planeado salir y esta comida no me va a quitar las ganas. En la oficina se alargan las tareas, pasa el tiempo, se oscurece de golpe. El viento sopla furioso. Los colegas van abandonando la redacción. Voy a salir a correr, me digo.

Y me siento otra vez en el comedor en esa rara situación donde parece que nada vale la pena.

Me faltan unas pocas correcciones. A esta altura ya sé que no me puedo preguntar si tengo ganas de correr. Tengo los ojos secos, cansados. Me duelen las muñecas. Lo mejor es no preguntarse nada, seguir trabajando, irse a cambiar, salir. Si de plano no se tienen ganas, el cuerpo se va a ir rebelando y entonces uno puede decir que lo intentó pero que no se pudo.

Y así lo hago, yo la gran autómata. Sin darme cuenta me pongo la camiseta, los audífonos, los tenis. No me pregunto siquiera si me apetece correr. Prendo la música. Todo en este día ha pasado sin que yo lo note: el desayuno, contestar correos, la comida, las correcciones, la oscuridad.

Así también, sin notarlo claro está, llego a casa. Corrí sin ritmo, mi gps jamás consiguió activarse. Tal vez porque es lunes y el lunes ensombrece todo.

Menos la sonrisa con la que escribo ahora mismo.

11 grados, lluvioso.

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