lunes, 10 de noviembre de 2014

Volviendo a los orígenes





Recuerdo que en la universidad me despegué un poco de los amigos cuando cambié de turno y pasé de la mañana a la tarde. Me daba tiempo de hacer más cosas y estaba prácticamente todo el día en la facultad, salía de casa como a las diez y regresaba doce horas después.

Las horas muertas no faltaban y empecé a llenarlas corriendo. Recuerdo que empecé por correr una vuelta a un circuito de tres kilómetros. Un circuito que sabiendo bien la hora, uno se libraba del sol. Entonces, corría por correr. Para mí salir a correr significaba terminar sudando (de ahí mis tres camisetas encima con las que salía porque sudo poquísimo yo y había que terminar mostrando al mundo el esfuerzo físico). No fui rápida en ese tiempo, nunca terminé sin cansarme, acababa con la lengua de fuera. No tenía técnica ni conocimiento alguno de que a veces más es menos.

Luego, cuando la universidad se puso más difícil, salía para vaciarme la cabeza. Después, cuando llegué a conocer el invierno alemán, comencé a salir para no caer en depresiones. Finalmente ocurrió: comencé a correr por placer. Y entre tantos motivos se movió la frecuencia, se aumentó la distancia. De repente terminé planteándome el reto del maratón. Aquí estoy ahora, tres años después de ese proyecto diciéndome que ser maratoni no es correr esos 42km sino entrenar para llegar a eso.


Paralelamente mis planes, la vida, el trabajo me llevaron de México a Tubinga, Düsseldorf, Stuttgart, Berlín, Toluca y ahora, antes de terminar mi sabático, hago una parada voluntaria en un lugar tropical. Sépase que tengo una relación de odio declarado al calor. Pero a pesar de mi animadversión, terminé en Belém, la ciudad más grande del estado de Pará, perteneciente todavía a la Amazonia.


Terminé en una ciudad que casi llega a los dos millones de habitantes; que tiene una temperatura promedio de 30 grados... (y raras son las temperaturas que uno tiene por las mañanas que sean menores a 21). Una ciudad –por desgracia– donde uno viene cuidándose hasta de su propia sombra porque carteristas, pillos y demás buscan ganarse el pan de cada día a costas de los otros. Una ciudad que para mí ya no queda en Brasil, sino en un tipo de limbo, aislado de todo. El estado de Pará es la mitad del territorio mexicano. Así de grande se siente estar aislado. Salir por aire o por mar. Cerca y lejos son palabras que sirven para diferenciar quién es lugareño y quién no.

Las avenidas principales presumen edificios llenos de historia, en algunas de ellas se puede uno resguardar bajo la fronda de mangos enormes que atajan los rayos de sol.

¿Cómo correr en esas condiciones? ¿Temperatura extrema e inseguridad en las calles?

Volviendo a los orígenes. Solo así voy a poder correr. Olvidémonos del reloj, del cronómetro y de planes de entrenamiento.

Primero conozcamos otra vez el cuerpo. Y dejemos que la cabeza corra también a su tiempo. Corramos en una plaza. Una vuelta, dos vueltas, tres vueltas, cuatro vueltas, cinco vueltas. ¿Soy la única que se está volviendo loca? Como dirían los alemanes: ich drehe durch, ich spinne. No voy a aguantar otra vuelta más aquí. Esto es para darse un tiro en la cabeza.

Vayamos en el otro sentido. Vayamos ahora lento. Vayamos rápido. Esta pista es lo más pequeño que he corrido jamás. Los demás parecen inmunes. ¿Salen drogados? ¿Están dormidos? ¿Meditan? ¿Qué superpoder adquirieron?

Pero lo conseguí, dos vueltas más de las que hubiera pensado. El cuerpo completamente empapado de sudor. Eso es nuevo. Yo no sudo. Y ahora arroyitos de sudor nacen de mis brazos. Si consigo dar la próxima vez una vuelta más en esta plaza, seguramente me volveré loca, pienso. Pero no, ya llega pronto esa sensación de bienestar que me da cuando corro.

¡Qué bien! Aunque sea un poquito, aunque sea enjaulada salí a correr.

Uno días después, el cuerpo se siente seguro, se siente despierto, se siente fuerte y atento. Mi compañera y yo salimos de la plaza. Corremos por una avenida grande y transitada. No puede pasar nada. No va a pasar nada. Calles, cruceros, mendigos, drogadictos, paseantes.

Y allí están, también en Belém. Son ellos. Una hilera de corredores se adueña de la avenida y reclama lo que por derecho le corresponde: Somos corredores, somos libres. Y la ciudad, al menos por esos instantes, es nuestra.

Esos corredores se fueron, fugaces. Antier, al llegar a una fiesta en otro barrio me doy cuenta de que no eran espejismos. De que estos corredores sí tienen garra para defender su deporte, no se doblan, no se quiebran, salen. Estaban allí, tomando la calle, unos cuidándose a los otros.

Belém es una ciudad que me provoca dolores de cabeza, mal humor, deshidratación. Pero a pesar de eso, puede más la fascinación que le profeso. Pueden más sus buitres porteños que miro embelesada, puede más su mercado que vende bolsas enteras de frutos amazónicos como la acerola, la pupuña, el anacardo. Deberían ver sus fachadas coloniales que nadie parece prestarles atención. Deberían de saber que pocas veces duermo con tanta profundidad como aquí. Deberían de saber que es una delicia ducharse con agua fría, porque el calor te exige que lo hagas. Y esto no solo una sino tres veces al día.

Y yo que pensé que ya podía entrenar en “automático”. No, nunca es así. Qué manera de recordar que uno tiene a veces grandes ventajas y facilidades simplemente por el lugar en el que vive.
Gracias, Belém por recordarme mis orígenes.

PD: 10km Circuito Corujao -riquísima corrida quasi nocturna. :-)

 

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