Recuerdo
que en la universidad me despegué un poco de los amigos cuando cambié de turno
y pasé de la mañana a la tarde. Me daba tiempo de hacer más cosas y estaba
prácticamente todo el día en la facultad, salía de casa como a las diez y
regresaba doce horas después.
Las horas
muertas no faltaban y empecé a llenarlas corriendo. Recuerdo que empecé por
correr una vuelta a un circuito de tres kilómetros. Un circuito que sabiendo
bien la hora, uno se libraba del sol. Entonces, corría por correr. Para mí
salir a correr significaba terminar sudando (de ahí mis tres camisetas encima
con las que salía porque sudo poquísimo yo y había que terminar mostrando al
mundo el esfuerzo físico). No fui rápida en ese tiempo, nunca terminé sin
cansarme, acababa con la lengua de fuera. No tenía técnica ni conocimiento
alguno de que a veces más es menos.
Luego,
cuando la universidad se puso más difícil, salía para vaciarme la cabeza. Después,
cuando llegué a conocer el invierno alemán, comencé a salir para no caer en
depresiones. Finalmente ocurrió: comencé a correr por placer. Y entre tantos
motivos se movió la frecuencia, se aumentó la distancia. De repente terminé
planteándome el reto del maratón. Aquí estoy ahora, tres años después de ese
proyecto diciéndome que ser maratoni no es correr esos 42km sino entrenar para llegar
a eso.
Paralelamente mis planes, la vida, el trabajo me llevaron de México a Tubinga, Düsseldorf, Stuttgart, Berlín, Toluca y ahora, antes de terminar mi sabático, hago una parada voluntaria en un lugar tropical. Sépase que tengo una relación de odio declarado al calor. Pero a pesar de mi animadversión, terminé en Belém, la ciudad más grande del estado de Pará, perteneciente todavía a la Amazonia.
Terminé en
una ciudad que casi llega a los dos millones de habitantes; que tiene una
temperatura promedio de 30 grados... (y raras son las temperaturas que uno
tiene por las mañanas que sean menores a 21). Una ciudad –por desgracia– donde
uno viene cuidándose hasta de su propia sombra porque carteristas, pillos y
demás buscan ganarse el pan de cada día a costas de los otros. Una ciudad que
para mí ya no queda en Brasil, sino en un tipo de limbo, aislado de todo. El
estado de Pará es la mitad del territorio mexicano. Así de grande se siente
estar aislado. Salir por aire o por mar. Cerca y lejos son palabras que sirven
para diferenciar quién es lugareño y quién no.
Las
avenidas principales presumen edificios llenos de historia, en algunas de ellas
se puede uno resguardar bajo la fronda de mangos enormes que atajan los rayos
de sol.
¿Cómo
correr en esas condiciones? ¿Temperatura extrema e inseguridad en las calles?
Volviendo a
los orígenes. Solo así voy a poder correr. Olvidémonos del reloj, del
cronómetro y de planes de entrenamiento.
Primero
conozcamos otra vez el cuerpo. Y dejemos que la cabeza corra también a su
tiempo. Corramos en una plaza. Una vuelta, dos vueltas, tres vueltas, cuatro
vueltas, cinco vueltas. ¿Soy la única que se está volviendo loca? Como
dirían los alemanes: ich drehe durch,
ich spinne. No voy a aguantar otra vuelta más aquí. Esto es
para darse un tiro en la cabeza.
Vayamos en
el otro sentido. Vayamos ahora lento. Vayamos rápido. Esta pista es lo más
pequeño que he corrido jamás. Los demás parecen inmunes. ¿Salen drogados?
¿Están dormidos? ¿Meditan? ¿Qué superpoder adquirieron?
Pero lo conseguí,
dos vueltas más de las que hubiera pensado. El cuerpo completamente empapado de
sudor. Eso es nuevo. Yo no sudo. Y ahora arroyitos de sudor nacen de mis
brazos. Si consigo dar la próxima vez una vuelta más en esta plaza, seguramente
me volveré loca, pienso. Pero no, ya llega pronto esa sensación de bienestar
que me da cuando corro.
¡Qué bien!
Aunque sea un poquito, aunque sea enjaulada salí a correr.
Uno días
después, el cuerpo se siente seguro, se siente despierto, se siente fuerte y
atento. Mi compañera y yo salimos de la plaza. Corremos por una avenida grande y
transitada. No puede pasar nada. No va a pasar nada. Calles, cruceros,
mendigos, drogadictos, paseantes.
Y allí
están, también en Belém. Son ellos. Una hilera de corredores se adueña de la
avenida y reclama lo que por derecho le corresponde: Somos corredores, somos
libres. Y la ciudad, al menos por esos instantes, es nuestra.
Esos
corredores se fueron, fugaces. Antier, al llegar a una fiesta en otro barrio me
doy cuenta de que no eran espejismos. De que estos corredores sí tienen garra
para defender su deporte, no se doblan, no se quiebran, salen. Estaban allí,
tomando la calle, unos cuidándose a los otros.
Belém es
una ciudad que me provoca dolores de cabeza, mal humor, deshidratación. Pero a
pesar de eso, puede más la fascinación que le profeso. Pueden más sus buitres
porteños que miro embelesada, puede más su mercado que vende bolsas enteras de
frutos amazónicos como la acerola, la pupuña, el anacardo. Deberían ver sus
fachadas coloniales que nadie parece prestarles atención. Deberían de saber que
pocas veces duermo con tanta profundidad como aquí. Deberían de saber que es
una delicia ducharse con agua fría, porque el calor te exige que lo hagas. Y
esto no solo una sino tres veces al día.
Y yo que
pensé que ya podía entrenar en “automático”. No, nunca es así. Qué manera de
recordar que uno tiene a veces grandes ventajas y facilidades simplemente por
el lugar en el que vive.
Gracias, Belém por recordarme mis orígenes.PD: 10km Circuito Corujao -riquísima corrida quasi nocturna. :-)
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